vineri, 30 noiembrie 2018

Distancia del amigo (Rosario Castellanos)



En una tierra antigua de olivos y cipreses

ha fechado mi amigo su más reciente carta.

Lo imagino escribiendo, sentado en una roca

a la orilla del mar, tirando piedrecitas

sobre el lomo verduzco de las olas.

(Si estuviera en un parque tiraría

migas a los gorriones,

si en un estanque, Ledas a los cisnes.)

Lo imagino volviendo su rostro hacia el crepúsculo,

mordisqueando una brizna mientras piensa

que la vida es tan bella porque es corta.

(No es de los que invocan a la muerte.

Es de los que la hospedan, silenciosos,

en el sitio más hondo de su cuerpo.)

Se levanta después y camina despacio,

con las manos metidas en las bolsas

de un traje viejo y ancho.

Puede hervir a su lado la multitud. Mi amigo

está solo. Entre hombres embriagados

de dicha, entre mujeres ojerosas de duelo

lleva su soledad como una espada

desnuda y eficaz, radiante de amenazas.

Llega a su cuarto. Lo abre. Nadie espera.

Hay un olor oscuro,

pesado, de ventana estrangulada.

Igual que cuatro cirios metálicos relucen

las cuatro extremidades agudas de la cama.

Se ha desplomado en ella y una punta lo hiere.

¡Cómo sangra empapando las sábanas, tiñéndolas,

cómo se queda lívido y exangüe

mientras bajo su frente se incendian las almohadas!



La fecha de esta carta que estrujo es muy remota

—de un tiempo en el que el tiempo no existía—

y la ciudad de que habla se reclina

más allá de los mapas.

Mí amigo, sin embargo, está cercano.

Podría yo tocarlo si pudiera

tocar mi corazón recóndito y sellado.

Fotografía: Albert Watson

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