luni, 12 martie 2018

La pena de muerte (María Elena Walsh)


Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primer piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos.

Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado.

Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco.

Fui descuartizada por rebelarme contra la autoridad colonial.

Fui quemada viva por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante.

Fui enviada a la guillotina porque mis camaradas revolucionarios consideraron aberrante incluir los Derechos de la Mujer entre los derechos del hombre.

Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios.

Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales.

Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.

Fui enviada a una silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en una mujer de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno.

Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos. Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semiviva a una fosa común.

A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otra, era la culpable. Jamás dudaron que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento, la humanidad retrocede en cuatro patas.

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