Serán las madres las que digan: Basta. Esas mujeres que acarrean siglos de laboreo dócil, de paciencia, igual que vacas mansas y seguras que tristemente alumbran y consienten con un mugido largo y quejumbroso el robo y sacrificio de su cría.
Serán las madres todas rehusando ceder sus vientres al trabajo inútil de concebir tan sólo hacia la fosa. De dar fruto a la vida cuando saben que no ha de madurar entre sus ramas. No más parir abeles y caínes. Ninguna querrá dar pasto sumiso al odio que supura incoercible desde los cuatro puntos cardinales.
Cuando el amor con su rotundo mando nos pone actividad en las entrañas y una secreta pleamar gozosa nos rompe la esbeltez de la cintura, sabemos y aceptamos para el hijo un áspero destino de herramienta, un péndulo del júbilo a la lágrima. Que así la vida trenza sus caminos en plenitud de días y de pasos hacia la muerte lícita y auténtica, no al golpe anticipado de la ira.
¿Por qué lograr espigas que maduren para una siega de ametralladoras? ¿Por qué llenar prisiones y cuarteles? ¿Por qué suministrar carne con nervios al agrio espino de alambradas, bocas al hambre y ojos al espanto?
¿Es necesario continuar un mundo en que la sangre más fragante y pura no vale lo que un litro de petróleo, y el oro pesa más que la belleza, y un corazón, un pájaro, una rosa no tienen la importancia del uranio?
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