miercuri, 22 octombrie 2008

Cartas de amor de una monja portuguesa (Mariana Alcoforado)

CARTA I

Considera, amor mío, hasta qué punto careciste de previsión. ¡Ah, desgraciado! Fuiste traicionado y me traicionaste con esperanzas engañosas.

Una pasión en la que habías fundado tantos proyectos de placer, ahora sólo te produce un mortal desespero, que únicamente puede compararse a la crueldad de la ausencia que lo causa. ¿Quizás esta ausencia -a la cual mi dolor, por más ingenioso que sea, no puede dar un nombre lo bastante funesto- me privará para siempre de mirar aquellos ojos en los que vi tanto amor, y que me hicieron conocer emociones que me colmaban de alegría, que lo eran todo para mí y que, en fin, me bastaban?

¡Ay! Los míos están privados de la única luz que les animaba. Ya no les quedan más que lágrimas, y sólo los empleé en llorar constantemente, cuando supe que vos estabais decidido a un alejamiento que me resulta tan insoportable que me causará la muerte en poco tiempo. Sin embargo, me parece que siento algún afecto por las desgracias de las cuales vos sois la única causa: a vos destiné mi vida tan pronto como os vi y hallo cierto placer al sacrificárosla.

Mil veces al día, mando mis suspiros hacia vos, mis suspiros os buscan por todas partes y como única recompensa por tantas inquietudes, sólo me reportan una advertencia demasiado sincera y debida a mi mala fortuna, que tiene la crueldad de no permitir que me envanezca y que me dice en todo momento: cesa, cesa, Mariana desgraciada, cesa de consumirte en vano y de buscar a un amante al que jamás volverás a ver, que ha cruzado los mares para huir de ti, que se halla en Francia, entregado a los placeres; que ni por un solo momento piensa en tu dolor y que te dispensa de todos estos arrebatos que no te agradece en absoluto. Pero no, no puedo decidirme a juzgaros tan injuriosamente y me siento demasiado interesada en justificaros: en modo alguno quiero imaginar que me habéis olvidado. ¿No soy lo bastante desgraciada aun cuando no me atormente con falsas sospechas? ¿Por qué he de esforzarme en no recordar todas las atenciones con que vos queríais demostrarme amor? Estas atenciones me encantaron de tal modo que sería muy ingrata si no os amara con los mismos arrebatos que me produjo mi pasión, cuando yo disfrutaba de los testimonios de la vuestra. ¿Cómo es posible que los recuerdos de los momentos tan agradables lleguen a ser tan crueles? ¿Y es necesario que, contra su propia naturaleza, sólo sirvan para tiranizar mi corazón?

¡Ay! Vuestra última carta lo redujo a una situación extraña: tuvo emociones tan sensibles que, según parece, se esforzó en separarse de mí y en ir a buscaros. Estas violentas emociones me produjeron tanta impresión que durante más de tres horas todos mis sentidos me abandonaron: yo me resistía a volver a una vida que por vos he de perder, puesto que no puedo conservada para vos. Pero al fin, a pesar mío, volví a ver la luz. Me deleitaba sentir que moría de amor y, por otra parte, estaba contenta de no volver a hallarme expuesta a ver mi corazón destrozado por el dolor de vuestra ausencia.

Después de esto, he sufrido otras muchas y diversas indisposiciones. Pero, ¿cómo podré dejar de sufrir males, si no os vuelvo a ver?

Sin embargo, los soporto sin quejarme, puesto que vienen de vos. ¿Es ésta, pues, la recompensa que me dais por haberos amado con tanta ternura? Pero no importa. Estoy decidida a adoraros durante toda mi vida y a no ver nunca a nadie más. Y os aseguro que asimismo vos haréis bien no amando a nadie. ¿Podríais contentaros con una pasión menos ardiente que la mía? Quizás encontraréis más belleza (aunque en otro tiempo me habíais dicho que yo era bastante hermosa), pero no encontraréis nunca tanto amor, y lo demás no es nada. ¡No volváis a llenar vuestras cartas con cosas inútiles, y no me volváis a escribir que me acuerde de vos! Yo no puedo olvidaros y tampoco olvido que me disteis a entender que regresaríais para pasar algún tiempo conmigo. ¡Ay! ¿Por qué no queréis pasar conmigo toda vuestra vida? Si me fuera posible salir de este desgraciado claustro, no esperaría en Portugal el efecto de vuestras promesas: sin ningún comedimiento iría a buscaros, os seguiría y os amaría en todas partes del mundo. No me atrevo a hacerme ilusiones de que esto sea posible, no quiero en modo alguno alimentar una esperanza que con toda seguridad me causaría placer, cuando ya sólo quiero ser sensible a los dolores.

Confieso, sin embargo, que la ocasión que mi hermano me ha dado de escribiros, ha sorprendido en mí algunos sentimientos de alegría y que, por un momento, ha borrado el desespero en que estoy sumida. Os conjuro a que me digáis por qué os propusisteis seducirme. ¿Por qué lo hicisteis, ya que muy bien sabíais que deberíais abandonarme? ¿Y por qué os encarnizasteis tanto en hacerme desgraciada? Pero os pido perdón: no os culpo de nada. N o estoy en condiciones de pensar en mi venganza y acuso tan sólo al rigor de mi destino. Me parece que, al separarnos, nos ha hecho todo el mal que podíamos temer. Pero no podrá separar nuestros corazones. El amor, que es más poderoso que él, los ha unido para toda nuestra vida.

Si por la mía sentís algún interés, escribidme a menudo. Bien merezco que os toméis la molestia de comunicarme el estado de vuestro corazón y de vuestra fortuna. Sobre todo, venid a verme.

Adiós. No puedo dejar este papel, que caerá en vuestras manos. Bien quisiera tener yo la misma dicha. ¡Ay, insensata de mí! Ya me doy cuenta de que esto no es posible. Adiós. No puedo más. Adiós. Amadme siempre y hacedme sufrir otros males todavía.


Mariana Alcoforado

Niciun comentariu: