I
(1932)
(1932)
Agustín Farabundo Martí
dejó que lo abrazara
el cura con quien se había negado a confesarse
y caminó firmemente al paredón.
De pronto se volvió
y llamó a Chinto Castellanos,
secretario presidencial, quien lo había acompañado toda la noche
platicando y fumando puros
en la capilla ardiente.
-Dame un abrazo vos -le dijo en el oído-,
está fregado que sea de un cura tan intrigante
el último abrazo que me lleve de la vida.
-¿Y por qué yo? -Le dijo Chinto.
-Ah -le contestó Farabundo-, porque vas a ser uno de nosotros,
ya verás.
Y fue a ponerse frente al pelotón que lo fusiló.
II
(1944)
(1944)
A Víctor Manuel Marín para poder fusilarlo
le tuvieron que poner unos burros de madera
(esos que se usan para poner la tabla de planchar)
por los sobacos.
En la tortura le habían fracturado las piernas
y los brazos y algunas costillas,
fuera de que le habían destripado un ojo
y machacado los testículos.
El mismo cura que no pudo confesar a Farabundo,
se le acercó a Víctor Manuel y le dijo:
“Hijo mío, vengo a reconfortarte el espíritu”.
Y aquél le contestó entre sus dientes rotos
y sus labios reventados:
“Es el cuerpo el que me flaquea, no el espíritu”.
Después lo fusilaron.
III
(1973)
(1973)
Cada vez que leo en las páginas sociales
del Diario Hoy o de La Prensa Gráfica
esas lujosas esquelas mortuorias
de a doscientos colones o más
avisándonos que se murió un burgués
reconfortado con los santos auxilios
de nuestra religión católica,
pienso en todo lo que nos dicen esos dos muertos
que rechazaron esos confortos y auxiliaciones.
Roque Dalton (de “Las historias prohibidas de Pulgarcito”)
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