Conmigo nacieron la avaricia, la envidia, el odio y el crimen. No supe comprender el don divino y paternal de la vida en una naturaleza florecida y piadosa en la que todo se daba generosamente, como una compensación del paraíso perdido, tan próximo todavía que más de una vez encontré sus violetas maravillosas en los ojos de mi madre. Por que mi alma, libre, se entregó a las pasiones que inspira el espíritu réprobo; porque mi ofrenda al Omnipotente no era límpida y franca; porque amaba con ceguera los frutos de mi campo, el Señor se sintió airado y me mostró su enojo. Descargué sobre Abel la cólera secreta e impotente que me roía en silencio. Abel era esbelto y dulce, con el corazón puro. Sus párpados abrochados para siempre, su boca sin aliento, su tez descolorida, su pulso en definitivo reposo me hacían tanta falta como el aire y la luz. No podía dormir de ansia, imaginándomelo así. Cuando lo contemplé en esa forma fui dichoso como quizás nadie lo sea más en la vida. ¡Minuto deslumbrador, embriaguez para la que no se podría encontrar un nombre, plenitud del goce del odio!. La fuga, el espanto, el grito de Dios horadando mi sueño, el ojo del muerto persiguiéndome en la luz y tinieblas, fueron el sufrimiento destilado gota a gota, cauce de hilada corriente interminable en el que tenía que beber todas las horas y que al fin se me hizo familiar. Aquello otro fue el júbilo llevándome como un torrente que arrastra un tallo menudo o como un huracán que toma la pelusilla de un cardo y la hace girar enloquecidamente. Atormentado y maldecido me multipliqué, sin embargo, igual que la cizaña. Y por el mundo anda crecida mi raza, la que besa al entregar el amigo al enemigo, la que asalta al hermano con saña de pantera, la que, empeorándose con los siglos, ya no siente como un terrible castigo el anatema de Jehová ni se turba porque un ojo que lo acusa se le enfrente todas las noches en el sueño. Desde el círculo de helada sombra donde giro expiando mi eterno delito, mis manos retorcidas arrancan constantemente, con la desesperación del que sabe que espera lo imposible, puñados ardientes de mis propios cabellos erizados. Porque más negra aún que el horror de haber matado a mi hermano, es esta semilla mía de traición y de odio que ha cundido sobre la tierra cual una zarza maldita, reeditando minuto a minuto mi culpa irredimible.
De "Estampas de la Biblia", de Juana de Ibarbourou
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